EN DEFENSA DEL NACIONALISMO
Encalladas ya las proas en las playas de la Semana Santa, bien podemos permitirnos el lujo de sentarnos a divagar un poco sobre lo divino o lo humano, según respire el personal. Supongo que los vientos soplan mejor en las popas de lo primero pero a mí, de naturaleza vaga y pecadora, me tira más lo que de humano me rodea, que no en vano está más cerca y se deja más querer. Claro que, pensándolo bien, quizá el tema que aquí nos trae tenga más de divino de lo que parece, pero eso es algo que sólo el correr de la escritura y el volar de las ideas nos dirá. Yo, en cualquier caso, me lanzo en su defensa desde el mismito párrafo que sigue, no sin antes aprovechar para ponerme la venda, a modo de advertencia galeata, antes de sufrir la herida que las iras de algunos pudieran provocarme, diciendo que es la mía una defensa negativa, no positiva, en pos del perfecto derecho a existir de los nacionalistas y que no se les estigmatice, o sea, por lo que son, sino por lo que pudieran llegar a hacer. Allá vamos.
No soy yo un tipo, precisamente, de orden y concierto pero supongo que a la hora de pensar sobre algo lo primero que se debe tener claro es, cuando menos, el concepto de ese algo. Y para ello, nada mejor que acudir al diccionario, sección “N”, y leer las tres definiciones que del nacionalismo la RAE nos da. A saber: “apego de los naturales de una nación a ella y a cuanto le pertenece”; “ideología que atribuye entidad propia y diferenciada a un territorio y a sus ciudadanos, y en la que se fundan aspiraciones políticas muy diversas”; y “aspiración o tendencia de un pueblo o raza a tener una cierta independencia en sus órganos rectores”. No obstante, para evitar que nos cojee el razonamiento, debemos ahora hacer lo mismo con el término nación, huevo del que crece el anterior. Veamos. Tres definiciones más: “conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno”; “territorio de ese país”; y “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”.
Una vez cumplido el trámite burocrático al que el idioma obliga, valoremos los conceptos. En mi opinión, los académicos lo clavan en lo que al primero se refiere. Pudiéramos, eso sí, simplificarlo un poco resumiendo que nacionalismo es el sentimiento de apego a una nación. O más aún, quedándonos solamente con los sustantivos que abren cada una de las definiciones dadas: apego, ideología, aspiración o tendencia, y, en la que uno acaba de aportar, sentimiento. Más complicado se nos antoja el segundo de los palabros a examen. Personalmente, si tuviera que elegir me quedaría con la tercera de las acepciones, esa que habla del conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común, aunque le noto una carencia importante que es acaso el punto crucial del tema que nos ocupa. Carencia, empero, que vemos subsanada acudiendo a la definición, mucho más cuajada y rica, que aporta Jesús Huerta de Soto, la gran cabeza española de la libertad, el macho alfa de la pequeña manada liberal patria, en su “Teoría del nacionalismo liberal”, donde afirma que la nación “es una orden espontáneo y vivo de interacciones humanas, que está constituido por una serie de comportamientos pautados de naturaleza lingüística, cultural, histórica, religiosa y, con mucha menos importancia, racial”. Y es aquí donde hemos dado con el concepto clave: el orden espontáneo como única vía de evolución compatible con la libertad del individuo, que es algo que ya nos explicó Menger hace algún tiempo (“en el principio fue Menger”, podemos decir, corrigiendo a San Juan).
Y decimos que lo de espontáneo es clave por ser precisamente éste el concepto que nos sirve de raya a trazar en la arena de la playa de la política. Esa raya que hace que lo que sólo era apego, ideología, aspiración, tendencia, o sentimiento se convierta en restricción, agresión, diseño, coacción o ingeniería. O sea, que lo que era nacionalismo se convierta en socialismo (auténtico enemigo, este sí, a combatir). En nada puede afectar a nadie el sentimiento o la ideología de otra persona. El problema aparece cuando ese sentimiento o esa ideología quieren imponerse a los terceros mediante el uso de la fuerza, lo cual sólo puede hacerse mediante la puesta en práctica del socialismo, que es, volviendo a Huerta de Soto, “todo sistema de restricción o agresión institucional al libre ejercicio de la acción humana o función empresarial que suele justificarse a nivel popular, político o científico, como un sistema capaz de mejorar el funcionamiento de la sociedad y de lograr determinados fines y objetivos que se consideran buenos”.
Identificar, por tanto, como enemigo número uno al nacionalismo y no al socialismo es tanto como afirmar que lo malo que Hitler y Stalin tuvieron fue su bigote. Nada de malo tiene el sentimiento de apego por una nación, como nada de malo tenían los mostachos de los monstruos. El crimen se comete cuando, mediante el uso de la fuerza, se coacciona a los individuos libres para cumplir un plan concreto elaborado desde la cabeza malpensante de un visionario cualquiera, dando lo mismo si el plan consiste en la purificación de la raza, la unidad de los pobres del mundo o la construcción de la nación vasca o catalana. Apuntando al nacionalismo y no al socialismo no nos estamos sino condenando a la opresión del segundo de por vida. Ved, si no, cómo en este plan la propuesta pepera es tan socialista como la opción contra la que dicen luchar, llegando a defender la nación española frente a los traidores separatistas en pos de la justicia social y la igualdad económica de las gentes que en España habitan.
Mal asunto es confundir el objetivo a la hora de tirar, porque te puede pasar lo mismo que a Fraga cuando, creyendo ver el lomo de un enorme gamo de dieciocho puntas, le soltó tremendo tiro al culo de la hija de Franco. Nada aprendió don Manuel de aquel trance, pese a la tormenta que le cayó. No caigamos nosotros en el mismo tropezón. Llamemos a las cosas por su nombre (“intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas”, que cantara para siempre Juan Ramón), aclaremos los conceptos y limpiemos de polvo y paja cuanto podamos este ruedo ibérico en el que nos ha tocado vivir, que ya bastante idiota hay sentando plaza en el Parlamento. Eso que algunos llaman la representación popular…
Una vez cumplido el trámite burocrático al que el idioma obliga, valoremos los conceptos. En mi opinión, los académicos lo clavan en lo que al primero se refiere. Pudiéramos, eso sí, simplificarlo un poco resumiendo que nacionalismo es el sentimiento de apego a una nación. O más aún, quedándonos solamente con los sustantivos que abren cada una de las definiciones dadas: apego, ideología, aspiración o tendencia, y, en la que uno acaba de aportar, sentimiento. Más complicado se nos antoja el segundo de los palabros a examen. Personalmente, si tuviera que elegir me quedaría con la tercera de las acepciones, esa que habla del conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común, aunque le noto una carencia importante que es acaso el punto crucial del tema que nos ocupa. Carencia, empero, que vemos subsanada acudiendo a la definición, mucho más cuajada y rica, que aporta Jesús Huerta de Soto, la gran cabeza española de la libertad, el macho alfa de la pequeña manada liberal patria, en su “Teoría del nacionalismo liberal”, donde afirma que la nación “es una orden espontáneo y vivo de interacciones humanas, que está constituido por una serie de comportamientos pautados de naturaleza lingüística, cultural, histórica, religiosa y, con mucha menos importancia, racial”. Y es aquí donde hemos dado con el concepto clave: el orden espontáneo como única vía de evolución compatible con la libertad del individuo, que es algo que ya nos explicó Menger hace algún tiempo (“en el principio fue Menger”, podemos decir, corrigiendo a San Juan).
Y decimos que lo de espontáneo es clave por ser precisamente éste el concepto que nos sirve de raya a trazar en la arena de la playa de la política. Esa raya que hace que lo que sólo era apego, ideología, aspiración, tendencia, o sentimiento se convierta en restricción, agresión, diseño, coacción o ingeniería. O sea, que lo que era nacionalismo se convierta en socialismo (auténtico enemigo, este sí, a combatir). En nada puede afectar a nadie el sentimiento o la ideología de otra persona. El problema aparece cuando ese sentimiento o esa ideología quieren imponerse a los terceros mediante el uso de la fuerza, lo cual sólo puede hacerse mediante la puesta en práctica del socialismo, que es, volviendo a Huerta de Soto, “todo sistema de restricción o agresión institucional al libre ejercicio de la acción humana o función empresarial que suele justificarse a nivel popular, político o científico, como un sistema capaz de mejorar el funcionamiento de la sociedad y de lograr determinados fines y objetivos que se consideran buenos”.
Identificar, por tanto, como enemigo número uno al nacionalismo y no al socialismo es tanto como afirmar que lo malo que Hitler y Stalin tuvieron fue su bigote. Nada de malo tiene el sentimiento de apego por una nación, como nada de malo tenían los mostachos de los monstruos. El crimen se comete cuando, mediante el uso de la fuerza, se coacciona a los individuos libres para cumplir un plan concreto elaborado desde la cabeza malpensante de un visionario cualquiera, dando lo mismo si el plan consiste en la purificación de la raza, la unidad de los pobres del mundo o la construcción de la nación vasca o catalana. Apuntando al nacionalismo y no al socialismo no nos estamos sino condenando a la opresión del segundo de por vida. Ved, si no, cómo en este plan la propuesta pepera es tan socialista como la opción contra la que dicen luchar, llegando a defender la nación española frente a los traidores separatistas en pos de la justicia social y la igualdad económica de las gentes que en España habitan.
Mal asunto es confundir el objetivo a la hora de tirar, porque te puede pasar lo mismo que a Fraga cuando, creyendo ver el lomo de un enorme gamo de dieciocho puntas, le soltó tremendo tiro al culo de la hija de Franco. Nada aprendió don Manuel de aquel trance, pese a la tormenta que le cayó. No caigamos nosotros en el mismo tropezón. Llamemos a las cosas por su nombre (“intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas”, que cantara para siempre Juan Ramón), aclaremos los conceptos y limpiemos de polvo y paja cuanto podamos este ruedo ibérico en el que nos ha tocado vivir, que ya bastante idiota hay sentando plaza en el Parlamento. Eso que algunos llaman la representación popular…
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