20 de julio de 2007

PREMIO FUNDACIÓN MIGUEL ÁNGEL BLANCO




El pasado 12 de julio, la Fundación Miguel Ángel Blanco, entregó su premio anual al ex-presidente del Gobierno, José María Aznar.

En el acto, que fue presentado por la periodista Isabel San Sebastián, intervinieron Carmelo Barrio, Jaime Mayor, Mikel Buesa, Maria Mar Blanco y José María Aznar.

Fue un acto emotivo, en el que se proyectó el video que ha recorrido distintas ciudades de España, en el que se recuerda lo ocurrido esas fatídicas 48 horas, entre el secuestro y el fatal desenlace de Miguel Ángel.

Muchas caras conocidas y mucho valiente junto. La verdad que fue un acto de esos, en los que uno sale con las pilas cargadas.

Me gustaría destacar la intervención de Mikel Buesa, pero para no dejarme nada en el tintero paso a reproducirla íntegramente



INTERVENCIÓN MIKEL BUESA. PREMIO FUNDACIÓN MIGUEL ANGEL BLANCO (12/7/2007)

"Permítanme que comience esta intervención evocando la figura de Miguel Ángel Blanco. Hace diez años casi ninguno de nosotros conocía a este joven concejal de Ermua que desempeñaba su trabajo político, en representación del Partido Popular, en esa pequeña población vizcaína, de la misma manera que otros muchos ediles constitucionalistas, con eficacia y en defensa de los valores democráticos. Sin embargo, Miguel Ángel entró en nuestras vidas repentinamente cuando ETA le secuestró y, tras intentar chantajear al Gobierno que entonces presidía José María Aznar, le asesinó.

No evocaré la angustia de aquellos días en los que la vigilia parecía que podía devolvernos a Miguel Ángel sano y salvo. Ni me referiré a los millones de ciudadanos españoles que, en todas partes, nos movilizamos para exigir su liberación, a la vez que apoyábamos la firmeza de nuestro Gobierno para con los terroristas. Ni tampoco aludiré al «espíritu de Ermua» que emergió de aquellas horas, asentando en la sociedad española la firme convicción de que a los terroristas hay que derrotarlos con la ley en una mano y la fuerza en la otra; una convicción que sigue ahí inalterada, como grabada en piedra, y que, aunque se expresa ahora de un modo más pausado que entonces, ha supuesto un severo freno a los afanes negociadores del Gobierno de Rodríguez Zapatero con ETA y a su propósito de abrir una vía a su exigencia política de independencia para el País Vasco.

De aquellas horas conservo una fotografía que todos los días, cuando lo abro, se refleja en la pantalla de mi ordenador. En ella aparece el rostro de Miguel Ángel y se adivinan las huellas de los muchos besos que, en un signo de solidaridad, dejaron mujeres de bocas pintadas con carmín. Están también los signos pacifistas, los mensajes escritos y las firmas de decenas de personas que, de esa forma, expresaron su apoyo a Miguel Ángel y compartieron con él su sufrimiento.

Cuando cada mañana observo ese retrato, evoco siempre el pasaje escrito por Antonio Muñoz Molina en el que describe la fotografía de otro perseguido, Willi Münzenberg, de la siguiente manera: «Mira en ella directamente a los ojos, quizás con un punto de extravío y anticipada desesperación, con la tristeza que tienen los muertos en las fotos, los testigos de una verdad terrible».

Miguel Ángel Blanco, como las demás víctimas del terrorismo, fue en efecto el testigo enmudecido y sufriente de una verdad terrible. Quienes, como yo, hemos sentido muy cerca la experiencia de la victimación terrorista, los que, por ese motivo, somos hombres o mujeres heridos sin que el desgarro que nos lacera llegue nunca a cerrarse, aunque sea de soslayo, sabemos cuál es esa verdad.

Las víctimas del terrorismo somos así testigos del Mal. Conocemos ese Mal que ha de ser escrito con mayúscula porque designa la voluntad de unos hombres para decidir, por razones políticas, acerca de la vida y la muerte de otros y, por tanto, para romper el vínculo esencial de solidaridad que nos une entre nosotros a los seres humanos y nos permite esperar, en cualquier circunstancia, el respeto, la ayuda y el amparo de los demás. Ese vínculo que, como destacó Luis Rojas Marcos, se deriva «de la fuerza innata, vital, solidaria y creadora de la multimilenaria herencia humana…, (que) nos impulsa a perseguir sin descanso la dicha propia y la de nuestros semejantes… (y que) nutre nuestros principios éticos y nos predispone a la bondad y el altruismo».

Los terroristas deciden sobre la vida de sus víctimas sin tener en cuenta la inexistencia de una culpabilidad subjetiva en ellas. El terrorismo ataca a personas inocentes que son elegidas, a veces al azar y en otras ocasiones por su adscripción a un grupo, con independencia de cuáles puedan haber sido o no sus actos. Las víctimas del terrorismo son así testigos del Mal por su conciencia de no haber incurrido en culpabilidad alguna y no ser merecedoras del terrible castigo al que se les somete. Miguel Ángel Blanco fue, sin duda, el paradigma de esa inocencia.

Nosotros, víctimas del terrorismo, tenemos el conocimiento íntimo de que el ser humano es también capaz del Mal; sabemos que compartimos con nuestros atacantes, con los asesinos de nuestros seres queridos, una misma condición humana que veces nos avergüenza y nos hiere. Nos sentimos inermes porque esta experiencia supone un desafío que reta todo lo esperado, que nos hace perder la confianza en los demás, que destruye la ingenua convicción de que, en la adversidad, otros velarán por nosotros, y aniquila la ilusión de encontrar en ellos algún consuelo.

No sorprenderá, entonces, que los que somos víctimas del terrorismo vivamos anonadados los acontecimientos en los que se plasma la violencia política. La experiencia del Mal nos deja sin saber qué decir; las palabras se escapan y, cuando se pronuncian, parecen insuficientes para expresar completamente ese conocimiento al que sólo se accede a través del sufrimiento; y uno se ve impelido a encontrar una explicación racional imposible que jamás se encuentra. Entonces se revela la soledad radical con la que se afronta la existencia humana; una soledad que se vive como abandono, sin alivio alguno, sin desahogo, en un desamparo desgarrador.

Por ello, el quehacer al que nos impele haber sido testigos de la radicalidad del Mal, nuestra tarea, es reclamar la memoria y el duelo. Pretendemos la memoria porque sabemos que las víctimas abatidas por la violencia política, lo fueron sin culpabilidad alguna. Su sacrificio fue la consecuencia de una pretensión totalitaria cuyo objetivo no era otro que el de someternos a todos al dictamen de una minoría nacionalista fanatizada por la exaltación de su identidad. De ahí que nuestra memoria haya de ser la palanca que empuje a la sociedad española a redescubrir que la verdadera libertad no es la que nos hace homogéneos, la que nos confunde a todos y nos ahorma en un único corsé identitario, sino la que podemos compartir con los demás, con esos otros seres humanos que son otros porque, cabalmente, no son como nosotros, no piensan, ni creen como nosotros, ni aman, ni desean lo mismo que nosotros.

La memoria es exigencia de reconocimiento acerca del daño inflingido. Reclamamos de los poderes públicos un reconocimiento que, yendo más allá de proclamas retóricas, asigne las cuotas de culpabilidad que correspondan a las personas e instituciones que han planificado, ejecutado, justificado o encubierto el terrorismo.

Por ello, no puede admitirse que una mera suspensión temporal de la violencia, se considere como una justificación suficiente para tolerar a partidos que se han implicado en el terrorismo. Tampoco es aceptable el manto de olvido que se está tendiendo sobre las múltiples complicidades del nacionalismo institucional con ETA; ese nacionalismo que ha coadyuvado a la extensión y justificación de la violencia, que ha procurado medios financieros a las organizaciones del entorno terrorista, y que, en todo momento, ha pretendido extraer réditos políticos del miedo que se ha extendido sobre la sociedad vasca.

Y menos aún es tolerable que a las víctimas se nos exija una reconciliación claudicante que excluye la verdadera pacificación de las relaciones sociales; esa pacificación que, al emerger de la culpa admitida, rompe de manera lenta y paulatina el ciclo de la violencia política, y que requiere, seguramente, el esfuerzo de toda una generación para que la historia que nos ha tocado vivir no pueda volver a repetirse.

El duelo es justicia y reparación. La reivindicación de justicia está para nosotros llena de radicalidad. Si no hubiera sanción penal para los responsables de tantos delitos, si no hubiera castigo, entonces esos crímenes imprescriptibles quedarían impunes; y la impunidad es insoportable para todos. ¿Cómo podría edificarse, sin justicia, una sociedad en la que no pueda darse cabida a la tentación del Mal? El Mal no merece premio ni puede ser recompensado con el ejercicio del poder. De la misma manera, el sufrimiento que ha provocado no puede ser la excusa para construir sobre él una venganza cuya única función sería la de perpetuarlo. Por ello, en una sociedad verdaderamente democrática no puede haber perdón para los que han ejercido el crimen con una finalidad política. La sociedad democrática no puede perdonar a los terroristas sin socavar sus propios cimientos. Por tal motivo, no cabe el perdón en un sentido jurídico, aunque sí pueda haberlo con un significado moral. Las víctimas, en un acto libérrimo inducido por sus convicciones éticas o religiosas, pueden perdonar el agravio sufrido; pero también pueden negarse a hacerlo sin que quepa ningún reproche a su decisión.

La justicia necesita que las penas, cuando privan de libertad al reo y cuando le sustraen sus derechos políticos, sean cumplidas en su integridad. Pues, si como tantas veces ha ocurrido en España, esas penas se ven horadadas por beneficios penitenciarios excesivos, entonces no se realiza la justicia que anula la venganza y edifica la sociedad democrática. La justicia necesita también la reparación material y moral hacia las víctimas; una reparación que expresa el reconocimiento de la deuda contraída con quienes han experimentado un agravio injustificable.

El duelo es así un corolario de la memoria, de la verdadera historia que hemos vivido y que nos ha traído hasta aquí. Si nuestra reivindicación de justicia cayera en el olvido, si fuera silenciada, enterrada bajo la losa de una pacificación condescendiente con los que tratan de extraer algún rendimiento político del terrorismo, entonces se estaría escribiendo una historia falsa, atenta únicamente al cínico interés de los que, por el mismo motivo, estarían ostentando ilegítimamente el poder.

Las sociedades democráticas se enfrentan en ocasiones a enemigos que pueden llegar a destruirlas. Cuando ello ocurre, los ciudadanos hemos encarar los riesgos con lucidez y, sin mirar para otro lado, sin dar albergue a la cobardía, hemos de exigir a los Gobiernos que salvaguarden los verdaderos valores que dan sentido a nuestro sistema político; pues, como en el proceso de Nuremberg proclamó el magistrado Dan Haywood, «un país … es aquello que se defiende; … quede constancia, por ello, ante el mundo, de nuestra decisión de que esto es lo que defendemos: la justicia, la verdad y el valor de cada ser humano».

En España hubo un presidente del Gobierno que entendió todo esto. Que buscó la justicia, la verdad y el valor de cada ciudadano; que enfrentó la espinosa tarea de abandonar los tópicos de una política sin resultados y la aún más difícil de definir otra conducente a la derrota de ETA; que supo construir el reconocimiento de la sociedad hacia las víctimas del terrorismo, reivindicando su memoria y satisfaciendo su reclamación de justicia. Ese hombre, que merece nuestro agradecimiento y nuestro aplauso, está aquí con nosotros. Se llama José María Aznar y hoy recibe el premio que evoca la memoria de Miguel Ángel Blanco.


Mikel Buesa Blanco, Bilbao, 12 de Julio de 2007.


1 comentario:

Alejandro León dijo...

Creo que la justicia necesita no sólo que las penas, cuando privan de libertad al reo y cuando le sustraen sus derechos políticos, sean cumplidas en su integridad, sino que se revisen, de forma individual no sólo los derechos del reo sino el impacto que puede causar su reinserción en la sociedad pues además de los derechos individuales de las personas debemos estar vigilantes con los derechos colectivos de la sociedad democrática. No pueden , por tanto, establecer unilateralmente los beneficios penitenciarios sin considerar la relación reo-victimas-sociedad, no sólo no permite actuar con Justicia sino que impide edificar la sociedad democrática poruqe priman más los derechos de reinserción del reo que los derechos de protección de las víctimas y someten a la sociedad a un riesgo de vulneración de los derechos de nuevas víctimas.
Estoy totalmente de acuerdo en que "La justicia necesita también la reparación material y moral hacia las víctimas; una reparación que expresa el reconocimiento de la deuda contraída con quienes han experimentado un agravio injustificable." pero considero que la clase política actual es incapaz de articular los mecanismos de reparación necesarios puesto que tenemos como ejemplo el 11-M y la situación actual de Euskadi donde la calle está en manos de los violentos y asesinos.
¿Cómo podemos callarnos cuando el Estado no está presente en las calles?, Cuidado que la Historia se repite y estos nuevos NAZIS ocupan actualmente parcelas de poder obtenidas democráticamente.
¿Acaso Hitler no obtuvo su poder democráticamente?¿no debería protegerse la sociedad democrática de los violentos de forma legal mediante la Ley electoral?.
Hemos construido una sociedad basada en una Constitución que tenemos miedo a cambiar pero que realmente no refleja la España que deberíamos querer, una España donde TODOS tengamos cabida, donde TODAS las culturas y lenguas tengan cabida pero ninguna minoría tenga la posibilidad de imponerse a una mayoría y mucho menos por medios violentos.
Esto exige una forma de pensamiento multigeneracional, consensuada y generosa que supere pero no olvide el pasado y permita mirar de frente el futuro en una Unión Europea de progreso y democracia.